Su abuela seguía en la misma posición de siempre.
Acostada en la cama, en medio de cuatro paredes blancas
pasadas por el sol.
Su cuerpo se iba muriendo poco a poco. Lo sabíamos por cómo
sus movimientos se reducían a cada día, ya apenas podía articular palabra… Sólo
tenía aquellos ojos azules para comunicarse.
Aún cuando su cuerpo se iba apagando… el brillo en sus ojos
–tenue pero constante- seguía vivo. Aún cuando ella dejaba de ser mi abuela…
sus ojos me recordaban todos aquellos mágicos momentos que pasé junto a ella.
Esa anciana era mi abuela. La matriarca de la familia. Una
de las personas que más quería… y a las que peor había tratado.
Pero mi abuela seguía allí, en aquél geriátrico. Alejada de
nosotros, siendo visitada sólo los fines de semana. Fines de semana que yo
apenas podía ir… por vagueza.
Alcé la vista a aquellos ojos azules. Gritaban que la
sacaran de allí, que la ayudaran. Que no lo soportaba más. Ya no estaban las
fotos de sus padres, ni de los santos, o incluso de una recreación del paraíso.
Ella ya no quería saber nada de eso. Y yo sabía lo que aquello significaba.
“¿Por qué me está haciendo Dios esto a mí?”
Seguro que esa pregunta apuñalaba su corazón día tras día.
En todos sus pensamientos, en medio de la soledad. La quemaba.
Mi madre salió de la habitación llorando. Apenas podía pasar
más de dos minutos viendo a mi abuela en aquél estado. Ninguno quería. Pero yo
seguía allí, observando. Recordando.
Mi abuela se había negado a que la visitáramos, o incluso a
que le sacáramos fotos. No quería que la recordáramos así. Pero nosotros íbamos
de todas formas. La veíamos, y salíamos llorando. Era duro ver a la persona que
más querías muriendo poco a poco, sentirte impotente porque no puedes hacer
nada para ayudarla.
Era la hora. Fui y le di un beso en la frente. Las lágrimas
amenazaron con caerse, pero pude retenerlas. Mantuve la cara impertérrita.
Salía la última.
Una parte de mí se quedó allí, en aquella habitación,
queriendo decirle a mi abuela muchísimas cosas que no era capaz. Siempre me
decía “un día más es lo que necesito, Señor. Mantenla sana y salva una semana
más para que pueda decirle lo orgullosa que estará de mí. Permíteme decirle que
siempre la he querido y que nunca quise hacerle daño. Deja que la vea por
última vez, y que pueda decirle que seré una gran persona, llegaré lejos y
mejoraré a cada día. Déjame decirle cuanto la sigo queriendo… y cuánto la querré cuando se haya ido”.
Supongo que cuando ves a alguien por última vez… no sabes
realmente que esa será la última vez que la veas…
El peor día de cuando amas a alguien es el día en el que le
pierdes. El peor sentimiento es el momento en el que te das cuenta de que te
has perdido a ti misma.
Mi mamá me dijo, que a veces, las personas necesitan llorar
todas sus lágrimas para llenar sus corazones de sonrisas.
Y es lo que hago… mientras escribo esta entrada. Lloro por
la misma razón que lo hago siempre. Y es que saber que tuve oportunidades que
rechacé… que ella se fue sin saber todo lo que quería decirle… es un cargo de
conciencia difícil de soportar.
Pero desde que llorar ya no es suficiente, me di cuenta que
no era solo sentimiento, ya se había convertido en dolor. De ese que no sale,
del que permanece y mata lentamente el alma. Dolor que extingue las ganas de
respirar, de soñar y de amar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Dejar un comentario, será la forma perfecta en la que veré si compartes mis ideas, tienes mis mismos sueños, o si incluso te ha gustado.