sábado, 26 de abril de 2014

I miss you...

Su abuela seguía en la misma posición de siempre.

Acostada en la cama, en medio de cuatro paredes blancas pasadas por el sol.

Su cuerpo se iba muriendo poco a poco. Lo sabíamos por cómo sus movimientos se reducían a cada día, ya apenas podía articular palabra… Sólo tenía aquellos ojos azules para comunicarse.

Aún cuando su cuerpo se iba apagando… el brillo en sus ojos –tenue pero constante- seguía vivo. Aún cuando ella dejaba de ser mi abuela… sus ojos me recordaban todos aquellos mágicos momentos que pasé junto a ella.

Esa anciana era mi abuela. La matriarca de la familia. Una de las personas que más quería… y a las que peor había tratado.
Pero mi abuela seguía allí, en aquél geriátrico. Alejada de nosotros, siendo visitada sólo los fines de semana. Fines de semana que yo apenas podía ir… por vagueza.

Alcé la vista a aquellos ojos azules. Gritaban que la sacaran de allí, que la ayudaran. Que no lo soportaba más. Ya no estaban las fotos de sus padres, ni de los santos, o incluso de una recreación del paraíso. Ella ya no quería saber nada de eso. Y yo sabía lo que aquello significaba.

“¿Por qué me está haciendo Dios esto a mí?”

Seguro que esa pregunta apuñalaba su corazón día tras día. En todos sus pensamientos, en medio de la soledad. La quemaba.

Mi madre salió de la habitación llorando. Apenas podía pasar más de dos minutos viendo a mi abuela en aquél estado. Ninguno quería. Pero yo seguía allí, observando. Recordando.

Mi abuela se había negado a que la visitáramos, o incluso a que le sacáramos fotos. No quería que la recordáramos así. Pero nosotros íbamos de todas formas. La veíamos, y salíamos llorando. Era duro ver a la persona que más querías muriendo poco a poco, sentirte impotente porque no puedes hacer nada para ayudarla.

Era la hora. Fui y le di un beso en la frente. Las lágrimas amenazaron con caerse, pero pude retenerlas. Mantuve la cara impertérrita. Salía la última.

Una parte de mí se quedó allí, en aquella habitación, queriendo decirle a mi abuela muchísimas cosas que no era capaz. Siempre me decía “un día más es lo que necesito, Señor. Mantenla sana y salva una semana más para que pueda decirle lo orgullosa que estará de mí. Permíteme decirle que siempre la he querido y que nunca quise hacerle daño. Deja que la vea por última vez, y que pueda decirle que seré una gran persona, llegaré lejos y mejoraré a cada día. Déjame decirle cuanto la sigo queriendo…  y cuánto la querré cuando se haya ido”.

Supongo que cuando ves a alguien por última vez… no sabes realmente que esa será la última vez que la veas…

El peor día de cuando amas a alguien es el día en el que le pierdes. El peor sentimiento es el momento en el que te das cuenta de que te has perdido a ti misma.

Mi mamá me dijo, que a veces, las personas necesitan llorar todas sus lágrimas para llenar sus corazones de sonrisas.

Y es lo que hago… mientras escribo esta entrada. Lloro por la misma razón que lo hago siempre. Y es que saber que tuve oportunidades que rechacé… que ella se fue sin saber todo lo que quería decirle… es un cargo de conciencia difícil de soportar.


Pero desde que llorar ya no es suficiente, me di cuenta que no era solo sentimiento, ya se había convertido en dolor. De ese que no sale, del que permanece y mata lentamente el alma. Dolor que extingue las ganas de respirar, de soñar y de amar.

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