sábado, 4 de febrero de 2012

Obra maldita


-          ¡Dos minutos!
Los nervios corroían mi interior haciéndome sentir impotente ante el inminente fracaso.
¿Cómo saldría el concierto? Era la primera vez que tocaba el violín ante tanta gente y sola. Durante semanas había ensayado y aprendido la canción de memoria, junto con la orquesta que me acompañaba en la obra, practicado distintas velocidades, pero sobre todo, tocar con el corazón y el alma que era lo más difícil.
-          ¡Un minuto y empezamos a salir de forma ordenada!
Mi pelo estaba trenzado de tal forma que permitía la mayor comodidad a la hora de colocarme  el violín sobre el hombro con la almohadilla. No llevaba pendientes ni collar, solo un traje blanco de diamantes heredado de mi bisabuela. Y además, tenía el don de mi madre; tocar a la perfección cualquier partitura difícil.
-          ¡Vamos, saliendo!
 -    ¿Estás bien?-me preguntó el director de la orquesta.
 -    Sí... Demostremos de lo que es capaz su música.
Fui la última en colocarme al lado del director, con la piel de punta, llena de miedo si se me olvidaba alguna nota o me perdía.
No tenía tiempo, la cabeza del director me miró, inspirándome confianza, esperando mi señal para empezar. Todos notábamos la tensión en el aire, mucho más la solista, es decir yo.
Las manos del hombre se alzaron, preparando los arcos de los cuarenta violines y violonchelos. Respiramos hondo… Y al par de segundos, la suave melodía creció de mis cuerdas, flotando en el anfiteatro y provocándome una descarga de tensión.
El vibratto surgió sin esfuerzo, y las notas aparecían en mi cabeza a una velocidad vertiginosa. Mis ojos se cerraron ante la pantalla mental de belleza y colores. Los sonidos agudos y graves tomaron fuerza y consistencia, mi cuerpo se movía al mismo compás, y los demás instrumentos proporcionaron el aura mágica y elegante.
En décimas de segundos, mi mano provocó un deliberado glissando y un finísimo pizzicato. Aumenté la velocidad, continuando los acordes respectivos. Decían que  el concierto para violín de Tchaikovsky estaba maldito, aquél que lo tocara, nunca lo olvidaría, lo tocaría una y otra y otra vez. Pero era tan sublime, demasiado difícil resistirse a tal maravillosa obra.
La orquesta subió de volumen, muy fuerte, resonando por todo el pavimento bajo nuestros pies y haciendo temblar algunos cristales. Todos miraban sorprendido cómo la joven hasta hacía unos meses, demostraba su valía y la complejidad de un instrumento barroco aparentemente fácil.
Nada existía cuando tocaba; ni la gente de mi espalda, o los de delante; no había un director, ni un equipo de ayuda detrás del escenario. No existía ni yo misma como ser. Sólo materia y energía crepitando en el recinto. Sólo un espacio donde la música era algo más que trazos dibujados sobre una hoja; era la vida de una persona.

Las ganas de gritar crecían dentro de mí, ansiando dar un golpe con el pie y soltar la energía corriendo por mis venas. Alcé la vista al director, asegurándole con la mirada que no parara la obra en el punto convenido antes por si me cansaba. Quería demostrar al mundo lo equivocados que estaban del compositor, y lo difícil que sería superarle. Amaba la música clásica, y si la forma de demostrar al mundo lo rica de ella, lo haría gustosa.
Puse mi cuerpo en tensión, subiendo de formación y hacer el agudo un poco chirriante. Las notas LA y MI sonaban al mismo tiempo, pero era debido al deseo español de exclamar.
Giré la cabeza al público, enmudecido y asombrado. Les gustaba. Como a mi madre, en medio de ellos, con pañuelo en mano y sonriendo de orgullo; como mi novio a su lado, sacándome la lengua, retándome en silencio a superarme más que en los ensayos.
El ritmo de la música fluía sin descanso por mis dedos, pisando con delicadeza, como si de porcelana se tratara, las cuerdas del violín.

Sentía como la tranquilidad  invadía mi cuerpo. Con calma, sin prisas… Para relajar mis músculos y mi muñeca, dando velocidad al arco.
Mi mano izquierda tocaba las notas mientras la derecha deslizaba la cola de caballo por encima. Se deslizaban sobre el instrumento con facilidad, tocando un rompecabezas.
 No quería acabar, deseaba seguir, continuar la tela de araña que forjaba… Pero el concierto llegó a su fin, y posteriormente los aplausos y alabanzas de los congregados.
Las rosas caían a nuestro alrededor, mientras mis ojos se iluminaban y las lágrimas caían dulcemente.
Lo había conseguido. Me superé a mí misma.

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