Cuando lo pasas mal, escribir se convierte en tu forma de
escapar. Escribes para llorar, para reír, para recordar, o para olvidar.
Escribes para desahogarte, para hacerlo llegar a más personas, para ayudar,
para explicarte. Es en esos momentos que a tu mente no le importa seguir
despierta hasta las dos de la mañana, escribiendo como una posesa sobre el
teclado, derramando alguna que otra lagrimilla, pero haciendo lo que más amas:
escribir.
Cuando todo va bien, no sientes esa necesidad de plasmarlo
todo. Olvidas cada mal momento y pasas a centrarte en lo bueno, en esos nuevos
sentimientos y experiencias que se despiertan en ti. Pasas de escribir, queda
relegado a un quinto, o último lugar, y no te arrepientes.
Pero yo me veo en una encrucijada. Amo escribir, expresar lo
que siento, y demostrar con letras lo que mi boca no puede expresar… Pero me
gusta ser feliz, conseguir mis sueños y vivir mi vida.
¿Qué haces cuando tienes que elegir entre lo que más amas, y
lo que más ansías? ¿Te rindes a lo que te gusta, o permaneces en la transición
a la felicidad? ¿Esperas a que el círculo de la vida se vuelva a repetir, o
rezas para que no haya ninguna recaída?
¿Y si pasa tanto tiempo que llegas a olvidar cómo se
escribía? ¿No llevaría eso a la muerte personal de cada niño dentro de
nosotros? ¿No sería esa más profunda pena que una leve recaída de la que seguro
nos levantamos?
Sólo sé una cosa: si pierdo mi soporte… perderé mi mundo. Y
ese es el peor precio que puedo llegar a pagar.
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