lunes, 24 de junio de 2013

Q'est la vie?



Hace años su institutriz le hizo una pregunta muy sencilla: quería saber de dónde procedía tanta gente sola. Catherine sigue pensando en su respuesta: “Y aún la mantiene. Ignoramos a nuestros amigos y a nuestras familias para poder salvar a los amigos y las familias de los demás, de tal forma que al final lo único que nos queda somos nosotros mismos, y nada en este mundo puede hacerte sentir más solo.  Otra opinión que la mantenía en eterna contradicción era la del inglés Jhon Don; él pensaba que nunca estábamos solos... claro que... no puedo compararme a él. El hombre no es una isla, es un continente. Lo de la isla quería decir que todo el mundo necesita a otra persona para apoyarse, para saber que no estamos solos. ¿Y quien dice que ese alguien no pueda ser de una persona muy distinta a nosotros? Alguien con quien jugar o con quien correr o con quien simplemente estar.”


Ella continuaba pensando en sus recuerdos, en las distintas lecciones que a prendió durante su niñez y adolescencia que olvidó la hora. Estaba despidiéndose de su vida anterior, de su pasado muchas veces triste, sus robos de galletas, sus correrías, sus actuaciones, la gente que conocía y conoció, los amigos que dejó atrás por su obligación y los que se alejaron por necesidad. Y ahora era todo tan diferente. Muchas veces sentía que la necesidad le oprimía el pecho, no la dejaba respirar, le picaba la garganta por las ganas de gritar a pleno pulmón. Pero nada conseguía hacerla volver a la realidad. A todo lo que le quedaba por vivir.
Aquellas luchas hasta bien entrada la madrugada por parar de llorar, los golpes a los objetos para desahogarse, escondiéndose de todos y todas para no ser debilitada. Pero tenía la oportunidad de volver a salir, de escaparse y resurgir de lo más hondo, de las llamas del Inferno como un ave fénix. Tenía una nueva oportunidad para ser feliz.

Unos pasos fuertes, muy parecidos a los de Alistair, sonaron desde el fondo del pasillo. Era la hora de partir. Empezó a levantarse cuando el escocés entró vacilando. Aún con la mano en el pomo de la puerta no se decidía a entrar, lo cual era extraño, él siempre entraba sin dudar y sin pedir permiso.
-          No sé si asustarme por cómo entras, o si comprender que has entrado en vereda y en tu estancia aquí has aprendido modales, escocés- su mofa no surtió efecto, él seguía titubeando. Pasados unos minutos, emprendió la marcha a su actividad normal.
-          Ya es la hora… Aún cabe una maleta más, por si quieres llevar algo…- cruzó sus manos detrás de su espalda, plantando su espalda recta y erguida… Más parecido a un soldado que a su escocés. Sintió una oleada de temor y añoranza de ese hombre que tantas ganas le daban de enfadarse, que tanto la devolvía a la vida.
-          Aquí ya no me queda nada.
-          Hablas como si hubieras perdido todo, y sólo te vas un tiempo- su cuerpo se acercó al de ella, contemplando mutuamente el paisaje inglés que se extendía a través de su ventana en la torre.
-          Siento que he fallado. A ellos, a mi familia, a mí misma…
-          ¿Cómo dices eso si estabas dispuesta a casarte con un bárbaro? Habiendo pasado por una experiencia así, bien puedes sentirte orgullosa de lo que te espere en Hügyrus.
Su conversación terminó ahí. Ella no tenía nada que decir, él nada que responder. Y así emprendieron el descenso hacia las escaleras de la planta baja. Alistair mantenía su brazo pegado a la cintura de ella para seguir los rumores que se corrían. Teniendo ella un amante nadie osaría pedirle matrimonio, y siendo él el escocés, poco menos se atrevería a cruzarse en su camino y decir un improperio. Allí donde él mantenía su tacto, más calidez sentía, un dulce calor que la embargaba en una tenue insensibilidad.
Salió por la puerta, la cabeza alta, como le había enseñado su madre. Terminando de bajar los escalones, esperó para respirar hondo. Todo el pueblo la vería en ese momento.
-          ¿Estás lista?- susurró uno él a su espalda por detrás de su cuello. El otro guardia aguardaba serio en la puerta, dispuesto a abrirla llegado el momento.
-          Sí, abran la puerta- respondió serena. Recogió su capa, y colocó la capucha.
El sol entró a raudales por el oscuro pasillo, haciendo entrecerrar sus ojos. Bajaba los escalones de la salida, caminaba por el suelo de tierra con la comitiva a sus espaldas. Todos la miraban, atentos, buscando un tema nuevo de conversación durante la semana. Pero ella ya no sentía nada, siendo toda su vida objeto de acusaciones, faltas y rechazos. Una se terminaba acostumbrando. Continuaron, algunos murmullos fueron acallados, otros permanecían en extremo silencio. El cochero bajó del pescante, tendiendo una mano para ayudarla a subir. Recogió su falda blanca y negra, y agachó su cabeza para acceder al interior del vehículo. Al se sentó a su lado, cogiendo su mano con fuerza, insuflándole valor. A través de la ventana vio cómo cada joven, cada niño levantaba sus manitas para decirle adiós con la mano, añorándola desde ese preciso momento; los más atrevidos corrían hasta el carro y se las tendían. Ella las aceptó, sin evitar que se le derramaran lágrimas de orgullo por ellos, por luchar en su objetivo simple.

Fue después de alejarse, de salir de sus dominios, cuando no pudo resistirlo. Alistair lo notó y la aferró en sus brazos, sosteniendo su alma, cuidando de ella a cada segundo del viaje, atento a sus necesidades y sus emociones. ¿Sería igual de libre allí donde iba? ¿Conseguiría encontrar un momento de felicidad?


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