El escenario fue para mí, desde un primer momento, un jardín
para caminar y una inmensidad para soñar -¿qué más podía pedir? Unas cuantas
flores a mis pies eran las sillas del público. Y sobre mí las resplandecientes
estrellas, focos que me iluminaban.
Sobre el escenario dejaba de ser yo misma, una chica tímida
e insegura, para convertirme en diferentes mujeres: una sirvienta que hacía
oídos sordos a su señora y repartía escobillazos; un ángel guardián del
arcoíris; o simplemente la hija de un científico convertido en patata. Fui
tantas mujeres que de cada una de ellas aprendí algo. Todos somos artistas:
haciendo teatro, aprendemos a ver aquello que resalta a los ojos, pero que
somos incapaces de ver al estar tan habituados a mirarlo. Lo que nos es familiar
se convierte en invisible: hacer teatro, al contrario, ilumina el escenario de
nuestra vida cotidiana.
Desde pequeña tuve miedo escénico, no podía hablar delante
de un público sin temblar o sentir las lágrimas a punto de ser ríos por mi
rostro. Quería cambiar, tener más confianza, aprender ese mundo que tanto me
llamaba la atención, ser alguien más aparte de la Candy escondida detrás de los
libros.
Yo no había decidido apuntarme a teatro, fue iniciativa de
mi madre. Y un viernes por la tarde me encontraba ante una chica joven, con el
pelo largo semejante a una lady de mis historias, segura y cómoda. Parecía
tener una luz propia con la que iluminaba el camino y a quienes la rodearan.
Ella era Goretti.
Decir que después de ese día cambió mi vida sería mentir. El
cambió tardó mucho, pero mientras tanto, disfrutaba cada segundo con mis nuevos
compañeros.
Tras un día estresante en el instituto, llegaba allí, al
auditorio de Arafo, a mi refugio. El teatro era el espacio donde podía ser una
niña otra vez sin ningún límite. Goretti nos ayudaba a desarrollar
nuestra pasión de vivir y nos ofrecía una vía para huir de la
multitudinaria sabiduría de las calles. A mí al menos, me enseñó a disfrutar
del público, de sus risas que provocaban cosquilleos en mi nuca, de los aplausos
al terminar, semejantes a una orquesta que se alzaba con fuerza y claridad, a
la expectación de la intriga… Pasé a sentirme parte del atrezzo, a respirar y vocalizar las palabras, a mantener mi
semblante en orden a mi diálogo… Sin duda alguna, a pesar de la tardanza del
cambio, experimenté una de las mejores épocas de mi vida…
Supe por eso que el actor
ideal no debía tener alma, porque tenía que recibir el alma de los demás. Y
esta carencia de alma es una de las razones por las que la profesión de actor
siempre ha resultado un tanto sospechosa a la autoridad oficial. Por eso es tan
especial actuar. Dejas de ser tú misma para ser una princesa, un rey, un
mendigo, un hombre loco, una serpiente que habla, una estrella que no ilumina.
Goretti fue la primera vez de
muchas cosas:
Nos presentó a un compañero que
nos explicó lo qué sucedía durante la reproducción de una película en el cine;
tuve el honor de entrevistar y conocer a un actor español; grabé mi primer
cortometraje de terror y aparecí en otro con el director Cándido Perez de
Armas; armé mi primera marioneta artesanal, interpreté una canción, bailé
delante de la gente… Descubrí la fuerza que tenía y la capacidad para expresar
mis sentimientos sin dificultad y a soñar con seguir representando obras. De
ahí mi pena cuando el ayuntamiento cerró la escuela. No entendía la razón, y
esperaba que pudiéramos encontrar una solución. Pero las cosas fueron
complicándose y terminamos casi por perder el contacto.
Sin embargo, Goretti
siempre ha estado a pie de cañón para mantenernos unidos. Al poco de conocerla se me presentó como una
joven luchadora, una mezcla entre soñadora y realista, llena de energía y vida,
llevando alegría a dondequiera que fuera. Sabía enseñar con el ejemplo y
cualquier ejercicio nuevo parecía un juego didáctico perfecto para hacernos
recordar lecciones. Ella nos instaba a imaginar y crear, a innovar y dar ideas
para mejorar nuestro pequeño salón donde hacíamos magia (teatro). Su actitud
positiva te contagiaba, haciendo más fácil seguir adelante aunque fuera duro y
complicado. Pero nunca faltaban las risas y las improvisaciones.
Creo que después de ella no volví a sentir tanta comodidad y
libertad con nadie. Nos trataba como personas maduras, y al mismo tiempo,
mantenía vivas nuestras ilusiones y fantasías. Los sueños junto a ella parecían
poder hacerse realidad, como si la vida sin ellos fuera imposible y nos
ayudaran a seguir adelante. Ahora sé que tenía razón.
Por ello
sabía caer bien a la gente. Tenía dotes sociales que pocos pueden igualar y los
que lo hacen no es de la misma forma. Quizás por eso
para mí, el teatro fue una experiencia tan enriquecedora, la posibilidad de
dejar de ser uno mismo es siempre muy hermosa.Una de las enseñanzas que ella nos transmitía, o me parece a mí y no con las mismas palabras era que un fracaso en el teatro, por ejemplo, podía llegar a ser más estimulante que el éxito. ¿Qué hacer en caso de éxito sino bajar la mirada e intentar mostrarse modesto? En caso de fracaso, al contrario, hay que recordarle a la "troupe" desconsolada que no es el fin del mundo, que, al fin y al cabo, hemos pasado unos buenos ratos juntos. Y siempre estamos con la oportunidad de repetirlos.
Pero esta ha sido mi “pequeña opinión” con respecto a esa etapa de mi vida, cuando los sueños parecían ser más reales que la propia realidad en sí misma.
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