
Hace años su institutriz le hizo una pregunta muy sencilla: quería saber de dónde procedía tanta gente sola. Catherine sigue pensando en su respuesta: “Y aún la mantiene. Ignoramos a nuestros amigos y a nuestras familias para poder salvar a los amigos y las familias de los demás, de tal forma que al final lo único que nos queda somos nosotros mismos, y nada en este mundo puede hacerte sentir más solo. Otra opinión que la mantenía en eterna contradicción era la del inglés Jhon Don; él pensaba que nunca estábamos solos... claro que... no puedo compararme a él. El hombre no es una isla, es un continente. Lo de la isla quería decir que todo el mundo necesita a otra persona para apoyarse, para saber que no estamos solos. ¿Y quien dice que ese alguien no pueda ser de una persona muy distinta a nosotros? Alguien con quien jugar o con quien correr o con quien simplemente estar.”
Ella continuaba pensando en sus recuerdos, en las
distintas lecciones que a prendió durante su niñez y adolescencia que olvidó la
hora. Estaba despidiéndose de su vida anterior, de su pasado muchas veces
triste, sus robos de galletas, sus correrías, sus actuaciones, la gente que
conocía y conoció, los amigos que dejó atrás por su obligación y los que se
alejaron por necesidad. Y ahora era todo tan diferente. Muchas veces sentía que
la necesidad le oprimía el pecho, no la dejaba respirar, le picaba la garganta
por las ganas de gritar a pleno pulmón. Pero nada conseguía hacerla volver a la
realidad. A todo lo que le quedaba por vivir.
Unos pasos fuertes, muy parecidos a los de
Alistair, sonaron desde el fondo del pasillo. Era la hora de partir. Empezó a
levantarse cuando el escocés entró vacilando. Aún con la mano en el pomo de la
puerta no se decidía a entrar, lo cual era extraño, él siempre entraba sin
dudar y sin pedir permiso.
-
No sé si asustarme por cómo
entras, o si comprender que has entrado en vereda y en tu estancia aquí has
aprendido modales, escocés- su mofa no surtió efecto, él seguía titubeando.
Pasados unos minutos, emprendió la marcha a su actividad normal.
-
Ya es la hora… Aún cabe una
maleta más, por si quieres llevar algo…- cruzó sus manos detrás de su espalda,
plantando su espalda recta y erguida… Más parecido a un soldado que a su
escocés. Sintió una oleada de temor y añoranza de ese hombre que tantas ganas
le daban de enfadarse, que tanto la devolvía a la vida.
-
Aquí ya no me queda nada.
-
Hablas como si hubieras
perdido todo, y sólo te vas un tiempo- su cuerpo se acercó al de ella,
contemplando mutuamente el paisaje inglés que se extendía a través de su
ventana en la torre.
-
Siento que he fallado. A
ellos, a mi familia, a mí misma…
-
¿Cómo dices eso si estabas
dispuesta a casarte con un bárbaro? Habiendo pasado por una experiencia así,
bien puedes sentirte orgullosa de lo que te espere en Hügyrus.
Su conversación terminó ahí. Ella no tenía nada que
decir, él nada que responder. Y así emprendieron el descenso hacia las
escaleras de la planta baja. Alistair mantenía su brazo pegado a la cintura de
ella para seguir los rumores que se corrían. Teniendo ella un amante nadie
osaría pedirle matrimonio, y siendo él el escocés, poco menos se atrevería a
cruzarse en su camino y decir un improperio. Allí donde él mantenía su tacto,
más calidez sentía, un dulce calor que la embargaba en una tenue
insensibilidad.
Salió por la puerta, la cabeza alta, como le había enseñado
su madre. Terminando de bajar los escalones, esperó para respirar hondo. Todo
el pueblo la vería en ese momento.
-
¿Estás lista?- susurró uno él a su espalda por
detrás de su cuello. El otro guardia aguardaba serio en la puerta, dispuesto a
abrirla llegado el momento.
-
Sí, abran la puerta- respondió serena. Recogió su
capa, y colocó la capucha.
El sol entró a
raudales por el oscuro pasillo, haciendo entrecerrar sus ojos. Bajaba los
escalones de la salida, caminaba por el suelo de tierra con la comitiva a sus
espaldas. Todos la miraban, atentos, buscando un tema nuevo de conversación
durante la semana. Pero ella ya no sentía nada, siendo toda su vida objeto de
acusaciones, faltas y rechazos. Una se terminaba acostumbrando. Continuaron,
algunos murmullos fueron acallados, otros permanecían en extremo silencio. El
cochero bajó del pescante, tendiendo una mano para ayudarla a subir. Recogió su
falda blanca y negra, y agachó su cabeza para acceder al interior del vehículo.
Al se sentó a su lado, cogiendo su mano con fuerza, insuflándole valor. A
través de la ventana vio cómo cada joven, cada niño levantaba sus manitas para
decirle adiós con la mano, añorándola desde ese preciso momento; los más
atrevidos corrían hasta el carro y se las tendían. Ella las aceptó, sin evitar
que se le derramaran lágrimas de orgullo por ellos, por luchar en su objetivo
simple.
Fue después de
alejarse, de salir de sus dominios, cuando no pudo resistirlo. Alistair lo notó
y la aferró en sus brazos, sosteniendo su alma, cuidando de ella a cada segundo
del viaje, atento a sus necesidades y sus emociones. ¿Sería igual de libre allí
donde iba? ¿Conseguiría encontrar un momento de felicidad?