A pesar de las expectativas de las damas de la Corte, no echó ninguna lágrima delante de la alta sociedad. Ni siquiera cuando se enteró de la noticia. Al contrario. Permaneció seria la mayor parte del tiempo, con la mirada perdida.
Su tío no había sido el ser más querido del reino, ni siquiera de los más apreciados. Todos sufrían su puño de hierro, el mismo que su padre: un ducado basado en lo militar y conquista. Pocos niños se libraban de no ser educados en el arte de la guerra al cumplir seis años, muchas hembras debían aprender a defenderse de cualquier ataque sorpresa, las mujeres araban la tierra, mientras los hombres entrenaban a todas horas; incluso la hija del duque fue educada en la esgrima, defensa personal, matemáticas e idiomas. Todo esto porque su padre murió antes de ella nacer, y su tío tomó el cargo de educador hasta que ella cumpliera la mayoría de edad, y el Consejo le diera el visto bueno a toda sugerencia, como echar a su madre del castillo en que vivían... Con el fallecimiento de su pariente más cercano, cerca de su cumpleaños y su madre desaparecida desde hacía tiempo, los ancianos decidieron confiarle el territorio, al mismo tiempo del funeral.
Eso explicaba por qué no lloraba la muerte de su tío. El cargo era en sí un impedimento de vivir nuevas aventuras, o incluso de desaparecer sin ninguna obligación. Ahora debía cuidar de miles de vidas, renunciar a la suya propia, por la de gente que ni ella conocía. Era egoísta, pero si no miraba por sí misma, nadie más lo haría.
Esperó sentada en una silla, llena de capas de tela negra, y una mantilla echada hacia atrás que debiera tapar su rostro. Los nobles conversaban en rumores acerca del día tan aburrido que deberían pasar: muestras de cortesía, ayuda innecesaria, comida en abundancia, nuevas vistas, reuniones sociales… Y ella debía contentar a esos aprovisionamientos de armas y soldados.
Sus consejeros esperaban a cada lado de ella, protegiéndola y esperando cualquier orden. Sus damas de compañía entraron con premura, acercándose a Katherine. Fueron seguidas de dos soldados armados. Era la hora.
Sin ayuda de los hombres, levantó su cuerpo del asiento, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura ante tantos ojos observándola curiosos. Recogió con lentitud su traje, y comenzó a caminar por la gran sala. Detrás de ella escuchaba los movimientos de sus guardianes, siempre velando por su seguridad. Salió por la puerta, la cabeza alta, como le había enseñado su madre. Terminando de bajar los escalones, esperó para respirar hondo. Todo el pueblo la vería en ese momento.
- ¿Está lista, excelencia?- susurró uno de los guardaespaldas por detrás de su cuello. El otro guardia aguardaba serio en la puerta, dispuesto a abrirla llegado el momento.
- Sí, abran la puerta- respondió serena. Recogió el mantillo de su cabeza, y lo colocó encima de su rostro.
El sol entró a raudales por el oscuro pasillo, haciendo entrecerrar sus ojos. Bajaba los escalones de la salida, caminaba por el suelo de tierra-lugar del entrenamiento de combate- con la comitiva a sus espaldas. Siguió el camino hacia la colina donde se asentaba la pequeña capilla cristiana. Uno de los lores se adelantó para ofrecerle su mano, la cual ella rechazó con un ademán tosco. No necesitaba la ayuda de nadie para subir la colina. Y lo demostró ascendiéndola con carácter, fuerza y tranquilidad. Esperaba al resto de agotadas damas, mientras el cura salía de la Iglesia para darle los buenos días.
- Espero haya descansado bien, excelencia.
- Lo suficiente, padre. Sólo espero que esto acabe pronto- contempló el lugar donde descansaba el ataúd de su tío. Sus labios se crisparon en una mueca burlona: estaba donde se merecía.
- Los caminos del Señor son un misterio, nunca sabremos por dónde nos lleva.
Ella prefirió callar su opinión de un Señor que le quitaba libertad.
Esperó a que todos la Corte invitada entrara a la Capilla y tomara asiento, para imitar el movimiento. Sin embargo, al no ver con claridad el camino que pisaba, su pie resbaló sobre el bordillo de la puerta, haciendo que traspusiera y casi cayera al suelo. Los soldados rápidamente se apostaron a su alrededor, intentando levantarla. Los demás la miraban, ansiosos por ver su dolor. Sin embargo, una vez más, Katherine no cumplía las normas. Pidió que la dejaran a ella sola, y se levantó apoyada en el banco más cercano. Volvió a erguir su cabeza, y caminó hacia el interior. Una vez sentada, hizo oídos sordos a la misa. Prefirió imaginar cómo sería su vida de ahora en adelante.
¿Qué haría al ser la dueña? ¿No debería cambiar la política que se había llevado a cabo? Era su nueva tarea, y debía cumplir con lo que nació. Un destino del que no podría escapar. Quizás podría recortar las horas de entrenamiento de las tropas, y acortar la jornada laboral de la mujer. Quizás podría mejorar la calidad de vida de los habitantes, y moderar el consumo de alimentos en cada condado. Podría incluso mejorar la vestimenta de cada uno de ellos: los trajes que pasen de moda entre las nobles de menor rango, podrían ser llevadas a unas tiendas especiales de ropa, y allí podrían adquirirlas las mujeres que no poseyeran la misma capacidad económica. También podía atraer la clientela de los condados próximos, y así montar un mercado en St. James: crearía posadas donde la gente pudiera hospedarse días si quisiera, posadas administradas por las mujeres, y en buenas condiciones; empezaría a crear un lugar óptimo para el mercado, quizás cerca del castillo, para luego favorecer económicamente a los que no tuvieran tanta suerte de vender. Se crearía un almacén común para todos, y se guardarían los recursos que se fueran recolectando. Varios soldados serían los encargados de proteger y mantener en buenas condiciones los alimentos. El ducado contribuiría encargándose de dar formación y mejorar en las herramientas a la población. Se organizarían fiestas, y se darían días de descanso. También podía, de entre las familias numerosas con más de seis hijos, que uno de ellos fuera educado en el arte militar, y a otro en el ámbito de la educación… Pudo ver en ese momento tantas soluciones al daño de su tío, que no creía poder llevarlas a cabo. Le haría falta tiempo… Y mentes abiertas.
Terminado el sermón, descendió nuevamente de la colina, llegando a la plaza de la fortaleza. Contempló el sitio que sería el mercado. Cada vez le gustaba más la idea.
De improviso, varios extranjeros a caballo se adentraron en el lugar, llamando la atención de todos los presentes a la ceremonia. ¡Qué demonios era esa intromisión! Su indignación ascendió como la espuma cuando uno de ellos osó dirigirse a su persona como si fueran conocidos de toda la vida.
- Supongo que eres Katherine Newhile- confesó el que parecía estar al mando de la comitiva.
- Para usted, soy la duquesa St. James, señor. ¿Me hace el placer de conocer su nombre?
- No, para su desilusión. Necesito hablar con usted en privado, en este momento- decía con total confianza el hombre.
Su vestimenta era del todo inapropiada para la ocasión. Nunca había visto nada igual… Llevaba una falda de varios colores hasta las rodillas, sus piernas estaban peludas, pero musculosas. Su rostro era de facciones marcadas, ojos penetrantes, y pelo rubio. Parecía un bárbaro, pero al mismo tiempo un ángel. Mantuvo su posición.
- No puedo en este momento. Estoy ocupada, como puede ver.
Los demás lores empezaron a arremolinarse a su alrededor, comprobando interesados, la llegada de un escocés. En ese momento, descendió del caballo, acercándose hacia ella de forma amenazante. Los guardias de Katherine le impidieron avanzar más, pusieron sus espadas en posición de lucha, esperando cualquier movimiento del enemigo. Ella permanecía en el medio, contemplando el cambio de la situación.
- Debo hablar con usted, acerca de su madre, señorita terca.
- ¡Esto es inaudito! ¿No acaba de decirle que soy la duquesa de este territorio?- perdió los nervios sin darse cuenta.
- Ya veo lo mucho que se le ha subido el cargo a la cabeza. Mi pregunta es si estará hueca, al fin y al cabo.
- Ojo con lo que dice, forastero, puede ser colgado por no mantener la lengua amarrada- replicó furioso un protector.
- ¿De qué quiere hablar?- preguntó curiosa, y quizás algo más relajada, Katherine.
- De alguien que usted conoce muy bien: su madre.
El pecho de Katherine comenzó a subir y bajar de manera rápida, sin poder controlarse. ¿Su madre seguía viva? ¿Sabía todo este tiempo de ella y no había hecho nada por comunicárselo? ¿Dónde estaría ahora? ¿Estaría en Escocia y mandaría a este hombre?
- Demos un paseo, señor- antes de que sus soldados dijeran nada, empezó a caminar en dirección al lago, con el forastero. Cuando comprobó que nadie podría escucharles, empezó a hablar-. ¿Qué le ha pasado a mi madre? ¿Por qué no me ha venido a visitar si está viva?
- Sólo se me ha permitido comunicarle un mensaje, el cual he traído conmigo- le entregó una hoja doblada. Katherine leyó con ávidez.
Querida hija:
Sé que no he sido la más adecuada de las madres, y que ahora debe ser un infierno subir al ducado sin poder vivir como realmente deberías. Por eso mismo te envío al hijo de uno de mis mejores amigos: Alec Aoidh. Es escocés y quizás un poco terco… Pero con el tiempo te darás cuenta de que ha sido la mejor elección.
Cuando Katherine levantó los ojos de la pequeña hoja amarillo, sintió sus hojas anegados en lágrimas... Su corazón, por segunda vez en su vida, se rompió en mil pedazos.
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