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Cariño
mío, te tengo un pequeño regalo- susurró su abuela desde una esquina de la
habitación. Katherine se sentó delante de ella, en un pequeño asiento.
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¿Qué es,
abuela?- inquirió la pequeña niña. Su abuela le depositó en la mano un colgante
de plata, con una piedra azul.
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Es un
colgante, mi niña. Algo elegante, quizás un poco discreto, pero sin duda
alguna, hermoso. Es como tú, vida mía. Eres discreta a simple vista, tan tímida
y con tanta inocencia... Pero cuando se te conoce bien, se nota la gran hermosura
que posees. Eres una joya, una piedra preciosa que nadie se atreverá a tocar.
La pequeña Katherine no supo qué
contestar a la confesión de su abuela. ¿Ella hermosa? ¡Si casi ni podía
soportar verse al espejo!
Fue al cabo de varios años cuando
descubrió la verdad de aquellas palabras. Cuando su abuela murió, y ella se vio
sola en un mundo de maldad.
No imaginó que un colgante pudiera
darle tanta seguridad, y tanta tranquilidad cuando lo llevaba puesto. Era
totalmente distinto. Fue una oportunidad se seguir viviendo, tras la muerte de
su abuela. Una razón.
Era lo primero que se ponía por
las mañanas, y lo último que se quitaba en la noche. La acompañaba a todas
partes, y más de una vez creyó en los poderes mágicos que su abuela tanto le
recordaba.
Quizás fuera verdad.
Su abuela decía que los sueños
eran, para cualquier mortal, recuerdos de otra vida… Pero para nosotras, ella y
yo, los sueños eran un viaje en el tiempo. Un viaje del que no pensábamos con
total claridad, y al despertar en un nuevo día en nuestra habitación, sólo
recordábamos pequeños retazos de esos momentos. Sólo porque no teníamos
consciencia absoluta de esos momentos maravillosos.
Sin embargo, en su caso era
diferente. Por más que su abuela dijera y jurara que ella viajaba en el tiempo,
sólo podía recordar emociones, sensaciones de dolor, de pena y de tristeza. De
ahí que al despertar, su almohada estuviera empapada.
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