Las dulces aguas cristalinas se reunían debajo de la cascada
en una pequeña laguna bien fría, cayendo constante, pura, tranquila… El sol,
suave y brillante, acariciaba cada resquicio de la frondoso forraje repartido a
lo largo de la cascada. Era un paraíso oculto a los ojos de los corrientes.
Entre tanta paz podía verse dibujada la figura de una joven
muchacha recostada sobre un viejo árbol. Sus mechones eran volados por el ritmo
lento del viento y el susurro de las hojas de los árboles cayendo a su alrededor.
Una pequeña pétalo de una flor cercana cayó en su libro,
entorpeciendo su lectura. La chica la cogió, observó durante más de un minuto
su estructura, para luego olerla y soltarla sobre la pequeña laguna.
Apartó el libro a un lado, cerrando sus ojos y alzando su
cabeza al cielo, disfrutando de las distintas fragancias.
Recordó aquellas tareas por terminar, las órdenes obligada a
impartir, y las horas malgastadas de preocupación en su sobria alcoba. Se
negaba a pensar de nuevo en sus defectos, recordando que en su edén, donde
pasaba la mayor parte del tiempo, era ella su única dueña y ama; la única que
decidía a dónde ir y cómo llegar; sin ataduras y con libertad.
<>
Su sueño se cumplía al final.
El bosque ya se había acostumbrado a su presencia, rescataba
cada pensamiento lanzado al aire, guardándolo de los interesados, y atesoraba
las huellas que iba dejando la descendiente del rey. Cuando la escuchaba llegar preparaba sus armas
más poderosas para que su estancia en él fueran lo más alegres posibles: le
entregaba nuevos aromas que dilataban sus pupilas, exigía a la cascada una
sinfonía, comunicaba por medio de los cerezos a los pájaros y distintos
animalitos de la presencia de la joven… Por eso, aún cuando ella pensaba que
cantaba en solitario, sus notas eran acompañadas por las ovaciones de su
público.
Toda la corte la buscaba dentro del castillo, por lo que
nadie pensó en indagar fuera de él.
Podía cantar o gritar, pues nadie la escucharía, y sus propiedades
estaban libres de bandidos.
Empezaba a oscurecer y decidió regresar a la particular
prisión donde debería dar explicaciones acerca de su paradero. Pero no le
importaba porque siempre volvería a escaparse.
Soltó de una rama cercana las riendas del caballo,
dirigiéndolo fuera de su refugio, observándolo por última vez, antes de
esconder sus pasos y montar sobre el pura sangre, dirigiendo su marcha de tal
forma que pudiera llegar al castillo lo antes posible. Suprimiendo el deseo de
dar media vuelta y regresar al abrigo de su felicidad ahora evaporada.
El viento volvía a chocar contra ella, soltando su pelo del recogido
en la nuca y tirando su capa hacia atrás. Llevando consigo las capas de su
vestido, dejando al descubierto las medias de seda y sus torneadas
piernas. Dejó que la energía surgiera de
su mente y recorriera su cuerpo, aguantando la respiración a medida que veía la
salida de la espesura y el camino real hacia su residencia.
Una vez más, volvería a fingir sonrisas ante grandes
bribones y mentirosas. Pero así era la vida, y ella esperaba poder escapar de
eso algún día.